miércoles, 23 de enero de 2013

A las siete de la tarde

Pecar. Eso pensaba él cada vez que la sentía cerca. No era capaz de controlar sus deseos, de ponerle un punto y final a su dilatada imaginación. Pensaba que no debía hacerlo y se odiaba por ello, pero incapaz de añadir límites a tanta locura hormonal.

Un escalofrío le recorría el cuerpo cada vez que se cruzaba con ella en los pasillos de la oficina. Para él, el mejor momento del día se resumía a: entregarle un documento y poder entonces, rozar su suave piel. Era en ese momento cuando notaba cómo se le aceleraba el corazón, la respiración tomaba carrerilla y la sangre dejaba de correr por cada centímetro de su cuerpo. En su rutinaria vida ya no había espacio para esas sensaciones. Había mucho amor y un profundo respeto, fruto de la evolución de una relación de años y años.

Cuando la veía a ella se sentía en el paso número uno. La atracción. Debía ser eso, si. Parecía un buen calificativo para describir lo que le pasaba. Además,  con ese nombre no sonaba como algo tan malo. Era normal. Esto le puede pasar a cualquiera...

Con la esperanza de olvidarla se intentaba refugiar en su mujer y en sus hijos, pero era inútil. El hecho de no haber pecado todavía resultaba muy tentador para él. "Quizás, es la mejor forma de quitármela de la cabeza. Igual si nos acostamos una vez, me sacio y ya se acaban las tonterías. Esto es sólo un capricho", se decía una y otra vez.

Eran las ocho y media de la mañana cuando se levantó de la mesa con la esperanza de servirse un café. Un triste café de esos que hay en todas las máquinas de oficina. Pero eso le valía para mantenerse despierto y dejar atrás el cansancio. Y allí estaba ella. Parece que ambos habían sentido el mismo impulso. Ella le miró, sonrió y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja. Él le devolvió la sonrisa y miró al suelo, con el firme propósito de que ella no notara aquella transformación que estaba sufriendo su cuerpo en ese momento.

Sus piernas eran largas, tersas y estaban cubiertas por una fina tela de color negro, que dejaba transparentar aquella exquisita piel,  que tantas veces había imaginado tocar y acariciar. Despacio, muy despacio, en su imaginación sólo había cabida para pensar cuál era la forma de bajar esas medias cuidadosamente, sin que apenas se notara. Una falda ajustada tapaba su silueta hasta la rodilla. Aunque había demasiada tela, ésta apretaba esas dulces curvas que escondía tras la ropa. Esas curvas que él quería tocar y no podía, esas curvas que quería sentir sobre su cuerpo de una maldita vez.

El pelo negro y largo le cubría la espalda. Esa espalda que estaba cubierta por uno de esos blusones transparentes que están muy de moda, y que deja asomar el color del sujetador. Un sujetador color carne, pero con los encajes más eróticos que nunca había visto. Ella mueve la cabeza de un lado a otro, para agacharse a coger el café, entonces él se acerca por detrás, sigilosamente. 

Con una mirada sutil, observa que no haya nadie más alrededor. Ya lo tiene claro: es el momento de acercarse a ella y decirle que él también desea que ocurra. Que ya sabe el por qué se cruzan sus miradas cada día, que ya sabe por qué le tiemblan las manos cuando le tiene que entregar alguna documentación. 

Ella también lo sabe. Puede notarlo. La excitación se refleja en sus ojos, en su aliento. La forma en la que él le está hablando, en el oído, no deja lugar a dudas; quiere invitarla a tomar algo después del trabajo. Solos, completamente solos, sin nadie más que pueda interrumpir esas fracciones de segundo que viven cada día y que a menudo son distorsionadas por la llegada de algún trabajador.

Ella sonríe, le gusta pensar que ese primer encuentro acabará de la forma que está pensando. ¿ Para qué ir a tomar nada? si lo que está deseando es cogerlo de la mano y llevarlo a su humilde apartamento. Sin mediar palabra, sin más preámbulos ni vueltas. Sólo disfrutar del momento y recordar que aún sigue viva. No pasa nada. En unas horas, todo estará ocurriendo.

Son las siete de la tarde. Los compañeros bromean sobre la jornada laboral, recogen sus cosas y apagan sus ordenadores con esa prisa que siempre entra cuando llega la hora de volver a casa. 

Ella también recoge. Guarda su agenda en el bolso, su móvil y habla con la compañera de la mesa de al lado. Mira a su compañero con seguridad, intentando comenzar antes de tiempo lo que queda por llegar. Él devuelve la mirada y decide mandar un mensaje a su mujer para avisar de que llegará tarde, pero hay un pequeño detalle con el que no contaba: la foto de sus hijos junto a su mujer, que él mismo hizo el día de su cumpleaños. Ese momento lo devuelve a la tierra. Se siente como si hubiera ejecutado su plan, como si hubiera perdido a su familia, como si hubiera cometido el más frío de los asesinatos. 

Después de quedarse un rato pensativo y dudando entre si debe convertir la fantasía en realidad o aceptar que la realidad es pura fantasía, se da cuenta de que ella no está. Ya se ha marchado. Debe estar esperándole en el lugar en el que se han citado. " Seguramente haya pedido una copa, y esté preparándose para entrar en calor, para asimilar que por fin va a dar rienda suelta a todo aquello que lleva meses pensando", imagina.

La encrucijada lo consume; así que se pone rápidamente el abrigo y apresuradamente busca en sus bolsillos las llaves del coche. Quiere pero no puede. Sabe que después de ese día, todo será diferente. Y ya no habrá forma de parar esa ardiente tentación, que superará de camino a casa, mientras piensa en encontrarse con su mujer, esa a la que abrazará aliviado, mientras ella espera emocionada en aquel lugar al que él nunca llegará...

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